‘La Grande Peur’, de Pedro J. Ramírez en El Mundo
OPINIÓN: CARTA DEL DIRECTOR
El 25 de julio de 1789, 11 días después de la toma de la Bastilla, los habitantes del pueblecito de Montmorency, 14 kilómetros al norte de París, recibieron con gran alarma la noticia de que «varios miles de bandidos» estaban arrasando sus cultivos, saqueando las casas circundantes y «degollando incluso a cualquiera que se les opusiera». La situación parecía dramática. Merece la pena reproducir el vibrante relato publicado en el semanario Revolutions de Paris por el gran Loustalot: «Mujeres y niños llegaban con lágrimas en los ojos huyendo de la carnicería. Se dan las órdenes. La milicia burguesa se precipita hacia la llanura. Se arrastra el cañón. Llegan al fin a marchas forzadas. La alarma era general, el tocsín sonaba en todas las parroquias. ¿Y bien? ¡Quién lo hubiera creído? No había ni enemigos ni bandidos… Unas mujeres habían visto moverse a lo lejos a algunos segadores y una de ellas había imaginado que eran bandidos».
Tres días después las campanas tocan a rebato en Angulema, una población de tamaño medio del suroeste de Francia. Pronto circula la noticia de que se acerca «un ejército de 15.000 bandidos» y la ciudad se pone en pie de guerra. Comienzan a acudir hombres armados de los alrededores. Desde las murallas de la ciudad se divisa una enorme nube de polvo que parece anunciar a los agresores. Resulta que es la diligencia que cruza rauda hacia Burdeos. Pero el pánico no se disipa a igual velocidad que el polvo. Si los malhechores no dan señales de vida es porque están escondidos, esperando su momento. Partidas de vecinos armados organizan pronto frenéticas operaciones de búsqueda en las inmediaciones.
En cuestión de una semana el Gran Miedo, la Grande Peur, se extiende por buena parte de Francia y ya que no aparecen los «bandidos», surge en cambio una explicación: se trata de un «complot aristocrático» destinado a vengar la sublevación popular en París y a poner coto a las leyes anti señoriales que prepara la Asamblea Constituyente. De la noche a la mañana los campesinos, duramente castigados por una mala cosecha dentro de un ciclo de penuria en una Francia en ruina, toman conciencia de que pertenecen al Tercer Estado y se organizan para defenderse. Al fantasma de las bandas de ladrones sucede el de los mercenarios extranjeros. Unos dicen haber visto piamonteses, otros austriacos o, lo peor de lo peor, españoles. «Contra estos pululantes fantasmas de la imaginación sobrexcitada ningún razonamiento, ninguna experiencia es eficaz», explica un desazonado Taine.
La dinámica revolucionaria se ha puesto en marcha y ya no habrá quien la pare. Puesto que los efectos del complot aristocrático no aparecen por ninguna parte, se pasa a la fase de atacar sus causas. «El miedo designa a un adversario, el señor responsable de todos los males pasados y presentes», explica el historiador Jacques Revel. Los señores nos roban, los señores nos matan. «El miedo termina de soldar la coalición antiseñorial con las respuestas que los rurales inventan frente al peligro».
Los campesinos armados pasan a la ofensiva contra los símbolos de la opresión. Comienzan así los asaltos a los castillos, las quemas de títulos de propiedad y registros parroquiales, los saqueos de silos y graneros, los asesinatos de los nobles y sus empleados de confianza. Y todo ello con la frecuente complicidad de las nuevas autoridades locales. Nada estimula tanto al «coloso ciego» de la revuelta como la sensación de estar aplicando un «derecho natural» de origen roussoniano frente a una legalidad injusta. «Es la guerra de la multitud brutal y salvaje contra la élite cultivada que ni esperaba nada parecido ni estaba preparada para defenderse», concluye Taine con fatalismo.
Hasta que Georges Lefebvre publicó en 1932 un ensayo que bien puede describirse como el «estudio epidemiológico» de la Grande Peur, lo ocurrido en el verano de 1789 había sido uno de los tabúes en el estudio de la Revolución, tal vez por su disonancia con la tesis dominante de que fue un proceso idealista y en líneas generales ejemplar, sólo truncado cuatro años después por el Terror. No sin cierto cinismo de parte, el socialista Jean Jaurès había descrito aquel vendaval de pánico en la Francia profunda como «una estratagema más ingeniosa que culpable». Y aún hoy el citado Jacques Revel -nada que ver con el gran filósofo liberal- sostiene, en el diccionario canónico del bicentenario, que «poco importa que un conjunto de falsas noticias haya contribuido a unificar los comportamientos a través del Reino, en la medida en que eran plausibles y permitían comprender una situación de la que no se había tomado conciencia hasta entonces». De hecho para él estamos ni más ni menos que ante «las vías del aprendizaje de la política en los primeros tiempos de la Revolución».
Por algo advirtió Roosevelt -y Rajoy lo mencionó en su estupendo discurso de ayer – que sólo se debe «tener miedo del miedo mismo». Por algo la prioridad de Artur Mas desde el mismo día en que sufrió la intolerable afrenta de tener que escuchar palabras tan ofensivas e implacables como «creo que Cataluña no está tan maltratada como decís», ha sido cebar la bomba del miedo. Los días pares con la excusa de fingir conjurarlo: «No tengáis miedo, normalmente estos procesos salen bien…». Los impares con el expreso propósito de corporeizarlo: «No les temblará el pulso para impedir que Cataluña se salga con sus proyectos y su sueño».
Con una mezcla de irresponsabilidad y vileza sin precedentes el presidente de la Generalitat trata de presentar a la España constitucional como un tirano decrépito dispuesto a ejercer sus peores derechos de pernada contra la doncella catalana que osa querer emanciparse. Del «España nos roba» se trata de pasar al «España nos viola» e incluso al «España nos mata». Tan verdad es por cierto esto como aquello; pero así es también el «aprendizaje de la política» en la Cataluña separatista.
Las minorías más radicalizadas pueden poner el estrambote, pero es el propio gobierno catalán quien con más ahínco estimula ya la paranoia. Por dos veces el conseller de Interior Felip Puig ha instado a los Mossos de Esquadra a decantarse por una imaginaria «legalidad democrática» -el estado de naturaleza de las libertades catalanas- contrapuesta a la «legalidad jurídica». Y les ha pedido que, cuando llegue la hora, desplieguen sus armas al «servicio del país», como si se tratara de jugar el partido de vuelta de 1934. Nadie le ha ni siquiera reconvenido. Y lo más inaudito de la atrabiliaria carta de los eurodiputados catalanes pidiendo a la UE protección frente a una «posible intervención militar» española no es que entre sus firmantes figure alguien que concurrió a las elecciones en la lista del PSOE -en definitiva eso revela la devastadora implosión del partido de Rubalcaba- sino que el portavoz de la Generalitat tildara la iniciativa de «muy sensata». He ahí el nacionalismo orwelliano: la guerra es la paz; el odio, el amor; y lo demencial, lo «sensato».
Cuando alguien está inmerso en un proyecto de dislocación revolucionaria ninguna mentira o exageración resultan demasiado obscenas. Por eso se traspasan tantas veces las fronteras entre lo grandioso y lo ridículo. Vistas desde fuera, las alarmas difundidas por La Vanguardia acerca del «sobrevuelo de cazas en territorio catalán» pueden parecer dignas del manicomio, cuando no de la guerra de Gila, pero no es difícil imaginar su efecto en una sociedad a la que todos los días se le repite que tiene un enemigo exterior. ¿Acaso no les ha hecho reír a ustedes que los bandoleros de Montmorency resultaran ser simples segadores y que la nube de polvo que acompañaba a los «15.000 bandidos» que se cernían sobre Angulema fuera la de la diligencia de Burdeos? Pero los castillos ardieron, vaya que si ardieron.
Desde julio del 32 nunca nadie había afrontado en Europa una elección utilizando de forma tan descarnada el odio y el miedo. Apelar a los peores sentimientos tribales suele dar buenos resultados cuando la población ve mermar su bienestar y busca respuestas esquemáticas a problemas complejos. «Designe» usted a un «responsable de todos los males» de forma «plausible» y, en efecto, enseguida se «unificarán los comportamientos»: cuantos asistan al estadio formarán una única e inmensa bandera, hasta el Espanyol se prestará a la cruzada antiespañola -no vaya a ser que alguien le coloque una estrella amarilla en el uniforme- y las urnas se llenarán de votos convergentes. «Si no eres independentista es que eres un mal patriota», me explicaba el otro día, frustrado, un líder del PSC.
Pobre Cataluña. Repito que la Historia ya nos ha mostrado todo esto. No en balde Vargas Llosa definió el miércoles al nacionalismo como «cultura de los incultos» y refugio de «nostálgicos del fascismo y el comunismo». Se trata, como dice Boadella, de «un estado paranoico que da una especie de energía a la sociedad». Para montar ese tigre sólo hace falta carecer de escrúpulos y estar dispuesto a huir hacia delante al coste que sea.
Los más ingenuos creen que todo se reduce a una jugada electoral y que una vez que Mas se asegure otros cuatro años en el poder el soufflé ira desinflándose gradualmente. Pero esto jamás ha sucedido así. Es probable que Mas sea un gran farsante pero quien espolea el tigre de la revolución pierde siempre su control. Tendrá que optar entre ser devorado por el monstruo que ha alimentado o dejarse arrastrar por una deriva cada vez más enloquecida.
Es en este sentido en el que acierta de pleno Aznar cuando advierte que así como la destrucción de España es poco menos que inverosímil, y no porque tengamos tanques y una Constitución con todos sus artículos sino porque existen los tratados de la Unión Europea, bien podría producirse la destrucción de Cataluña como espacio de convivencia y pluralismo. Giscard me preguntó el martes almorzando en Madrid qué haría Cataluña fuera del euro y de la propia UE. «Ellos creen que podrán conseguir que cambien las reglas», le expliqué. «¡Ah, no saben lo que es Europa! Necesitarían 10 años sólo para que Europa se lo planteara», me contestó.
Esa es la realidad. Mas y sus corifeos están engañando a los catalanes al ocultarles que los muros de la legalidad española y europea son infranqueables para un proyecto de secesión unilateral porque nadie reconoce a Cataluña como sujeto de soberanía y ese derecho no se adquiere en una votación sea cual sea su resultado. La frustración que generará descubrirlo sólo podrá ser acallada estimulando aun más la escalada del miedo y el odio a través de un enfrentamiento entre los catalanes partidarios de llevar el desafío hasta las últimas consecuencias y de aquellos que se aferren a sus derechos constitucionales.
Pere Navarro ha tenido la lucidez de equiparar el radicalismo de Mas con el de Bildu. La claridad con que se expresa el líder del PSC respecto al «ego mesiánico» de su rival está siendo, de hecho, la única buena noticia de la precampaña. Pero quién nos iba a decir que la famosa espiral «acción-reacción», a través de la que siempre pretendió activar ETA las «contradicciones internas» de la democracia española, terminaría convirtiéndose en la hoja de ruta que, con medios muy diferentes pero fines simétricos, adoptara el partido que representa los intereses de la autosatisfecha burguesía catalana.